Fotografía de F.Puigcarbó y otras cositas más de Flor |
Esta casa vieja siempre le fascinó. Desde muy pequeño iba camino del colegio de la mano de su madre y la miraba, la miraba y siempre tenía que pasar por encima de los dos peldaños que había cerca de la puerta con su madre siempre regañándole porque ya era tarde.
Era siempre lo mismo, salían de casa siempre corriendo, porque era un problema todas las mañanas para despertarse, para vestirse, para comer.
Cuando se sentaba a tomar el desayuno, la taza con leche y el pan con mermelada hecha por su madre de los membrillos que su abuela mandaba en una cestilla allá del pueblo y que venía al cuidado de un maquinista del tren que era su vecino, una persona de mucha confianza, parece que la leche crecía en la taza y el pan quedaba solo porque la mermelada desaparecía.
Muchas veces seguía muy callado y pasado unos diez minutos preguntaba a su madre quién vivía en la casa vieja y su madre le contestaba que la casa estaba cerrada hace mucho tiempo y que no vivía nadie allí.
Llegó un día en que ya era un adolescente su madre ya no lo llevaba al liceo, la curiosidad era tan grande que se reunió con dos amigos más que también les gustaba el misterioso y decidieron que irían intentar abrir la puerta de dicha casa.