Con la salida de algunos habitantes y con la muerte de otros, el pueblo se quedó en un silencio que daba miedo. Pasaba una brisa que hacía con que las ventanas ya sin cristales balanceasen y hiciesen un ruido que quebraba el silencio.
La vegetación agreste cubría el amontonado de ruinas, con las zarzas no dejando ver la dimensión de las casas. Los caminos hechos en granito antes pisados por los habitantes, los rebaños y el carro de bueyes allí estaban cercados por matojal mezclado con pequeñitas flores silvestres.
La gente que tenía que pasar por allí lo hacía con algún temor y los niños iban agarrando la falda de sus madres. Decían que había por allí muchas serpientes y al oscurecer el día, los murciélagos volaban de un lado al otro con sus chirridos agudos entrando y saliendo por entre las ruinas.
Los viejitos del pueblo al lado en una distancia de apenas unos 800 metros, al final del día se sientan en los peldaños de sus casas mientras sus mujeres preparan la cena van saludando a este y aquella que pasa regresando de sus huertos y con el borriquito cargado de hierba para hacer las camas de los conejos que las van comiendo durante la noche. Otros pasan cargados y doblados por el peso de las ramas de madroño para poner en los corrales del ganado.
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Flor