Esta historia fué escrita por mi Amigo Juan Pan Garcia del blogue http://ellugardejuan.blogspot.com y ganó un primer premio en un concurso de Historias de Navidad. La voy publicar en dos partes.
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1ª Parte
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El día de Nochebuena de aquel año fue algo especial en el colegio. Por la tarde no hubo clases y asistimos a un partido de fútbol entre el equipo del pueblo y el del colegio.
Al terminar el partido se entregó el trofeo por el señor Alcalde; después, las niñas completaron la tarde con una demostración de coros y danzas populares: jotas, sevillanas, malagueñas, etc. La cena fue algo excepcional, un menú especial que culminaba con unos postres buenísimos confeccionados por las monjas del centro.
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Después de cenar, la madre superiora me llamó y me dijo que esa noche la misa del gallo se iba a celebrar en la capilla del colegio y no en la iglesia del pueblo, como era costumbre, y que mi compañero Anselmo y yo oficiaríamos una vez más de monaguillos en aquella ceremonia cristiana. Nos llevó hasta la sacristía y nos dio las instrucciones de todo lo que debíamos realizar: tocar la campana de la iglesia, mantener la bandeja en el sitio apropiado en el besa píes del Niño Jesús y ayudar a las personas mayores que no pudiesen levantarse del reclinatorio al arrodillarse para dar el beso.
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Nos pusimos un traje de monaguillo de terciopelo, todo blanco, y preparamos las jarritas del vino y del agua para la misa (qué bueno estaba el vino del cura, una mezcla de moscatel y Crema). Luego nos fuimos a reunirnos con el resto de escolares al salón de actos para esperar la hora de la misa cantando villancicos y acompañando con panderetas y zambombas. Los demás golpeábamos cucharas entre sí, lo que producía en sonido que armonizaba con las panderetas.
El día de Nochebuena de aquel año fue algo especial en el colegio. Por la tarde no hubo clases y asistimos a un partido de fútbol entre el equipo del pueblo y el del colegio.
Al terminar el partido se entregó el trofeo por el señor Alcalde; después, las niñas completaron la tarde con una demostración de coros y danzas populares: jotas, sevillanas, malagueñas, etc. La cena fue algo excepcional, un menú especial que culminaba con unos postres buenísimos confeccionados por las monjas del centro.
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Después de cenar, la madre superiora me llamó y me dijo que esa noche la misa del gallo se iba a celebrar en la capilla del colegio y no en la iglesia del pueblo, como era costumbre, y que mi compañero Anselmo y yo oficiaríamos una vez más de monaguillos en aquella ceremonia cristiana. Nos llevó hasta la sacristía y nos dio las instrucciones de todo lo que debíamos realizar: tocar la campana de la iglesia, mantener la bandeja en el sitio apropiado en el besa píes del Niño Jesús y ayudar a las personas mayores que no pudiesen levantarse del reclinatorio al arrodillarse para dar el beso.
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Nos pusimos un traje de monaguillo de terciopelo, todo blanco, y preparamos las jarritas del vino y del agua para la misa (qué bueno estaba el vino del cura, una mezcla de moscatel y Crema). Luego nos fuimos a reunirnos con el resto de escolares al salón de actos para esperar la hora de la misa cantando villancicos y acompañando con panderetas y zambombas. Los demás golpeábamos cucharas entre sí, lo que producía en sonido que armonizaba con las panderetas.
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A las once y media de la noche, los dos monaguillos salimos del colegio y entramos en la iglesia, situada al otro lado de la plaza. Braulio, el sacristán, nos estaba esperando. Una vez dentro, fuimos hasta la escalera que subía hasta la torre, miramos hacia arriba por el hueco libre y cogimos cada uno una de las sogas que bajaban desde el campanario y comenzamos a tirar con fuerza de ellas. Las cuerdas nos levantaban del suelo a cada vuelta de las campanas. No hacíamos ningún esfuerzo, la inercia del movimiento nos hacía subir y bajar durante los tres minutos que tardaba cada toque: el primero a las once y media; el segundo a las doce menos cuarto y el tercero a las doce en punto.
A las once y media de la noche, los dos monaguillos salimos del colegio y entramos en la iglesia, situada al otro lado de la plaza. Braulio, el sacristán, nos estaba esperando. Una vez dentro, fuimos hasta la escalera que subía hasta la torre, miramos hacia arriba por el hueco libre y cogimos cada uno una de las sogas que bajaban desde el campanario y comenzamos a tirar con fuerza de ellas. Las cuerdas nos levantaban del suelo a cada vuelta de las campanas. No hacíamos ningún esfuerzo, la inercia del movimiento nos hacía subir y bajar durante los tres minutos que tardaba cada toque: el primero a las once y media; el segundo a las doce menos cuarto y el tercero a las doce en punto.
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Casi todo el pueblo acudió a la misa del colegio. Como no cabían todos, abrieron las puertas de la capilla, que comunicaba con el salón de actos, y se habilitaron bancos y sillas para los asistentes.
Casi todo el pueblo acudió a la misa del colegio. Como no cabían todos, abrieron las puertas de la capilla, que comunicaba con el salón de actos, y se habilitaron bancos y sillas para los asistentes.
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La misa comenzó y continuó su curso en latín hasta el “Ite missa est” final. En ese momento, el cura bajó hasta el reclinatorio central con el Niño Jesús en las manos y el coro del colegio comenzó a cantar los villancicos. El Alcalde, don Juan, fue el primero que se arrodilló para besar los pies del Niño; luego se levantó, dejó un billete de 25 pesetas en la bandeja dorada que yo mantenía a su derecha y se fue a su asiento. Al instante se formó una fila y todos los asistentes imitaron a su Alcalde. Unos ponían un billete de cinco pesetas, otros solamente dos pesetas, una peseta, veinte… Nadie superaba al alcalde. Mi compañero y yo llevábamos la cuenta de quiénes eran los que más habían dado: el boticario, el zapatero, el de los ultramarinos Casa Duque, los maestros del colegio público, los guardias, etc.
La misa comenzó y continuó su curso en latín hasta el “Ite missa est” final. En ese momento, el cura bajó hasta el reclinatorio central con el Niño Jesús en las manos y el coro del colegio comenzó a cantar los villancicos. El Alcalde, don Juan, fue el primero que se arrodilló para besar los pies del Niño; luego se levantó, dejó un billete de 25 pesetas en la bandeja dorada que yo mantenía a su derecha y se fue a su asiento. Al instante se formó una fila y todos los asistentes imitaron a su Alcalde. Unos ponían un billete de cinco pesetas, otros solamente dos pesetas, una peseta, veinte… Nadie superaba al alcalde. Mi compañero y yo llevábamos la cuenta de quiénes eran los que más habían dado: el boticario, el zapatero, el de los ultramarinos Casa Duque, los maestros del colegio público, los guardias, etc.
(sigue)
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